El nacimiento de las constelaciones y del misterio de la vida. |
Nadie sabe de dónde o cómo vino. Hay quienes afirman que es más antigua que el propio Universo, otros, que ella es el Universo en sí. Es posible que ella sea el corazón del Universo, que ella sea el motivo por el que todos nosotros estamos aquí. No sé hasta qué punto puedo confirmaros que esto sea verdad. Sea como fuere, ella, el origen de las estrellas, existe desde hace más de lo que ningún alma pueda vivir para contar. Ella, fue la razón por la que el cosmos es. Así que, ¿quién es ella? Bueno, en realidad, ha recibido muchos nombres; Dios, Universo, Cosmos… Pero para nosotros, criaturas celestiales, es mejor conocida como Evren, que allá en una lengua arcáica, inventada por un pueblo perdido, decidió llamarla de ese modo, refiriendose a ella como el alma del Universo. Evren tenía muchas formas aunque su forma preferida era la de una mujer joven, con un cabello extremadamente largo y blanco. Toda su piel estaba cubierta por un manto invisible de arena reluciente que la hacía irradiar una belleza innata. Se esparcía por todos lados llenando el vacío de luz y oscuridad, porque, como comprenderéis, en todo bien debe siempre existir algún mal. Ella creó todo aquello que podía soñar, con un sólo aliento formó las nebulosas, con un pellizco los agujeros negros, y con un pestañeo creó una galaxia. Las estrellas, su mejor compañía, no eran más que rocas encendidas que iluminaban su paso y de alguna forma la hacían sentirse menos sola. Un día, algo nació con el Universo, nadie sabe si ella misma o su consciencia lo creó, pero sea como fuere, en una de aquellas rocas que vagaban por su rumbo, nació algo diferente, algo que ella no había visto jamás. Nació la vida, y con ella nacieron los océanos que dieron lugar a las plantas y estas a su vez a otro tipo de vida, más evolucionada y compleja. Con estos seres, un día nació algo nuevo, una nueva voz, a la que ellos decidieron llamar ‘Dios’. Dios era complejo, era una voz dulce, era una especie de consuelo para todo aquello que estos seres, a los que conocemos como humanos, no podían darle una explicación. Evren no se sentía miedo hacia ellos, en realidad, ella no era capaz de percibir emociones; sino que más bien, sentía una especie de curiosidad extraña. Quería entender qué eran aquellos seres, y por qué este Dios les había dado todas las cualidades excepto una: el Don de entender su realidad. Habían forjado su pequeño mundo entorno a la indiferencia, pero pronto empezaron a disputarse entre ellos trozos de terreno que antes compartían entre semejantes. De alguna manera, también habían inventado su propia lengua, una lengua extraña y difícil de hablar, aunque, al tiempo, empezaron a olvidar su verdadero sentido y la malgastaron para luchar entre ellos. Pero, un día, algo cambió. Uno de aquellos seres, debió despertar de su letargo. Nadie sabe muy bien cómo, aún si aquella revelación no les fue dada a ninguno de ellos, cómo es posible que aquel hombre tuviera las respuestas que ninguno de los demás jamás podría aceptar. Este joven hombre, de fuertes ideales y noble corazón tenía por nombre Elohim. Había sorteado a la suerte y haciendo uso de la inteligencia que le había sido otorgada, descubrió el verdadero origen de la existencia. Elohim comprendía el sentido de la noche y el día, entendía las estrellas, los bosques, la luna. Comprendía que su mundo era una creación, quizá de alguien superior, y que su pequeña roca al que él había denominado ‘Planeta’ daba vueltas en algún lugar lleno de otras rocas semejantes. Durante días y noches, se dedicó a plasmar todas aquellas las que eran sus teorías sobre la arena de su planeta, hasta estar completamente convencido de que sin duda, tenía la razón. Pasaba las horas en su pequeña cabaña de madera de roble, escondido en los bosques murmurando sólo Dios sabe qué cosas, hasta que su corazón comprendió. Así, un día, agarró sus pieles garabateadas y comenzó a predicar su verdad, pero para su sorpresa, nadie le creía. Al fin y al cabo, ¿quién iba a creer a un pobre desquiciado que dice que su mundo es una roca flotante? Nadie podría entenderlo. Nadie querría creer que el sol fuese una roca ignífuga, que las luces de la noche son otras miles de millones de rocas como esa. Nadie entendería que se hace de día por los rayos del sol, o que aquel planeta era uno sólo de una colección más grande que formaban algo así como ‘el sistema solar.’ Todos los que le rodeaban carecían de una mente abierta, de una razón coherente que pudiera simplemente explicar el por qué, pues para ellos, la única razón de ser, era que Dios había engendrado todas aquellas cosas que les rodeaban, no harían ni el menor esfuerzo en comprender cuál era la realidad. Pero Evren sentía una profunda atracción por este ser terrenal. Hasta entonces, ningún otro ser, fuese cual fuese su origen, se había hecho preguntas sobre el sentido de su propia existencia. Pero él sí. Así que Evren, a sabiendas de que ningún mortal podía verla, comenzó a frecuentar aquel lugar escondido del bosque. Era tarde en la noche, pero aquel hombre incansable seguía trazando unos caracteres que él llamaba ‘números’, sin parar, buscaba el sentido de algo que se le escapaba, hasta que, por el rabillo del ojo, advirtió una presencia, algo que no debía estar ahí. -¿Quién anda ahí? -Preguntó con una mezcla de curiosidad y temor. En realidad, era un hombre cobarde. Toda su parla y sabiduría se escurrían al pensar que alguien podía hacerle daño, al fin y al cabo, el único problema de aquél hombre sin fe, es que tenía una sola cuestión sin resolver, ¿qué había tras la muerte? Porque aquel era el único defecto de la vida, que en el mismo instante en el que es concebida, también empieza a morir. Evren no le respondió, permaneció completamente inmóvil, ya que, a fin de cuentas, ningún mortal podía verla con sus simples e ignorantes ojos. Nadie, pues ninguno de aquellos humanos había buscado respuestas en las estrellas, nadie, salvo él. Poco sabía él, pobre iluso, que ante sus ojos se encontraban las respuestas que siempre había buscado. Ahí estaba ella, su forma humanóide se resumía en la de una mujer mortal, completamente desnuda, aunque su largo cabello apenas tapaba sus zonas púbicas. Su piel era blanca como el destello de una supernova, estaba recubierta por pequeñas motas de arena brillante, que relucían en la oscuridad de la habitación. Él, en cambio, no era gran cosa. Era un hombre de mediana edad, de tez oscura y no demasiado corpulento, tenía más bien el aspecto de un hombre despojado, con su barba descuidada y cabellos negros. [.] Ambos se contemplaron durante unos instantes. Su fulgor de reflejaba en los ojos marrones de aquel hombre, su mero reflejo era la perfección nunca antes vista, era más de lo que él jamás podría haber imaginado, posiblemente el ser más bello que jamás había contemplado un simple hombre. Evren no tardó demasiado en descubrir que, contra todo pronóstico, aquel hombre humano estaba mirándola cara a cara, completamente absorto, perdido en un mundo jamás antes visto, y sin entender muy bien cómo, huyó. Desapareció de aquel lugar como si nunca hubiera estado ahí. Tenía el poder de hacerlo, podía hacer cualquier cosa. <<Pensará que ha sido un sueño, nadie le creerá>> pensó hacia sí misma. Pero no podía hacer que un hombre entregado a descubrir todos sus secretos se olvidase tan fácilmente de lo que acababa de ver, aunque sólo hubiera sido por una fracción de segundo, él sabía que ella no era una simple visión, era algo más. ¿Quién era él? Aquel simple hombre no podía ser sólo un humano sin más, no podía haberla visto, contemplarla a los ojos habría supuesto para los mortales un hecho devastador, la dureza de ver al universo con esos ojos habría provocado el descenso a la locura de cualquier persona, pero no de él. No de un hombre que salía a pregonar cada mañana, rigurosamente, que el Universo es real, que las estrellas son rocas ígnifugas gigantes que dan luz a la oscuridad del cosmos, que la vida tiene un sentido, que hay algo más allá de los límites del cielo. -¡Es real, la he visto, esta noche ha llegado hasta mí como un fantasma, una presencia que ha inundado mi casa de luz, que ha desvelado sus secretos ante mí! —Exclamaba eufórico ante la plebe. -Sí, claro, ¿y por qué a tí y a nadie más? —Coreaban algunos llenos de burla e incredulidad. -Porque llevo años estudiándola, años trabajando estas teorías. La Luna, el Sol, todo tiene un sentido, ¡no giran a nuestro alrededor! —Les rebatía, aunque no era capaz de acallar todos aquellos murmullos. -¡Vuelve cuando puedas demostrarlo, inútil! Algunos comenzaron a tirarle objetos que encontraban a sus pies. Elohim sabía que en las mentes de aquellos idiotas no cabía demasiada información, era plenamente consciente de que, tal vez nadie le creería jamás. Pero iba a demostrarlo, iba a hacerles creer, a hacerles entender la realidad, su realidad. Así, volvía cada día al mercado, a la plaza pública, al lugar de reunión de la gente mundana, todos y cada uno de aquellos días obtenía las mismas respuestas, risas camufladas de indiferencia hacia lo que se le es mostrado. Todos sus cálculos, toda su ciencia no podía equivocarse, él lo sabía, aunque no podía demostrarlo, no podía bajar la luna a sus pies, ni subirlos más allá del límite terrestre. Y un día, toda su esperanza fue destruída. -‘¿Acaso estás desafiando a Dios?’ ‘Dios’, esa palabra ni siquiera había cruzado su mente. Era extraño para un hombrecillo de su época, dudar de la existencia de algo intrascendente como era Dios. -No estoy desafiando a ningún Dios, sólo trato de demostrar que… —Pero el revuelo de la muchedumbre era incontenible. -¡Es un hereje! ¡Ha retado a Dios! —Gritaban Corrió tan rápido que ni siquiera aquellos gritos pudieron perseguirlo. Cerró la puerta y ventanas, y tratando de comprender lo que había hecho, se derrumbó sobre sí mismo en el suelo. Sin poder contenerlo, lloró. Supo que, estaba sólo. Que jamás nadie daría por válidas aquellas matemáticas imposibles, que sus libros garabateados no valían nada, que había desperdiciado su vida por demostrar que la ciencia no es rival para ‘Dios’, el Dios que los hombres cómodos habían inventado para no caer en la tentación de pensar. Aunque este Dios fuese algo más que eso, su ira hacía que fuese el primer hombre en dejar de creer. Pero una mano cálida, brillante como la luz de una fogata en verano, tocó su rostro inundado en lágrimas. Ella había vuelto. Estaba allí encorvada y escondida entre su cabello blanco. Su tacto era reconfortante, tal vez, ella sí era Dios, ¿quién sabe? -¿Eres real? —Balbuceó como un niño ilusionado. -O tal vez sólo eres un producto de mi imaginación dispersa, o, tal vez un fantasma. ¿Quién eres? Pero ella no le respondió. Le miró con ahínco tratando de descifrar sus secretos, para ella él era el enigma, el misterio de una realidad incomprendida, el hombre que había mirado a la cara a las estrellas. Él continuó su riguroso examen, analizó cada centímetro de aquella mujer que tenía delante. -¿No sabes hablar? —Le preguntó con ternura. -Quizás yo pueda ayudarte con eso, puedo enseñarte mi idioma, y quizás, cuando ellos te vean, entenderán que yo tenía razón. Pero antes, debería darte algo con lo que vestirte. —Rió con ingenuidad. Se incorporó deprisa, y sin dudarlo demasiado agarró de su robusto armario algunas camisas, aunque, para su pequeña compañera de bastante menor estatura que él, aquella ropa no quedaría ajustada. Para ella, todos sus movimientos, gestos y sentimientos eran una gesta insólita, se preguntaba qué estaba haciendo aquel hombre, sin parar de dar vueltas, mientras la dibujaba con rapidez en sus viejos cuadernos, llenos hasta entonces de caracteres ininteligibles. Pero había algo en él que la hipnotizaba. Quería comprender qué había en aquel simple mortal que había llamado su atención y había despertado algo en ella, en su corazón apagado, que desde aquella primera vez, había empezado a latir. Al final, después de todo aquel ajetreo, había acabado por caerse rendido en su viejo butacón. Con su cuaderno aún en la mano, aquel amasijo de hojas pintadas le llamó gratamente la atención. Lo agarró con delicadeza, mientras pasaba aquellas hojas y se veía reflejada en ellas con detalle. La habilidad de aquel hombre sin duda era inmensa, superaba con creces a cualquier otro humano. O al menos eso pensaba ella. Como no era capaz de dormir, puesto que no lo necesitaba, curioseó su polvorienta biblioteca, sus libros coloreados con dibujos y letras escritas en su idioma mortal, menos una sola palabra, dispuesta entre aquellas otras miles de letras se erigía la palabra ‘Evren’ escrita en un idioma inmortal. Sus ojos se abrieron de golpe, como si hubiera olvidado su viejo nombre, Evren, aquel era su único y verdadero nombre. Dejó caer el libro sin salir de su sorpresa, y aquel ruido despertó al hombrecillo durmiente. -¿Estás bien? —Exclamó algo sobresaltado por el susto. -Oh, es este libro el que se ha caído, ¿cierto? No es demasiado importante, descarté sus enseñanzas hace algún tiempo, tiene palabras que no logro entender. Recogió el libro del suelo, que había permanecido abierto por aquella misma página. ‘Evren’ le señaló. -¿Evren? —Susurró. -¿Ese es tu nombre? Evren. Suena bien.—Sonrió. Aunque ella no entendía por qué le enseñaba su dentadura blanca, se dispuso a imitarlo y a hacer exactamente lo mismo. -¡Anda, sí sabes reír! [Working on it] |